Una vez, hace años, vi en el supermercado a una antigua compañera de la facultad de Filosofía. No la saludé, por timidez, pero la seguí un buen rato, pues había estado enamorado de ella y me apetecía contemplar sus movimientos sin ser visto. Tratando de ponerme en la perspectiva del que contempla un documental de animales de La 2, iba relatando mentalmente los movimientos de la chica y los míos, a la manera de una voz en off: “La hembra de ser humano se detiene en el pasillo de las pastas y lee atentamente el precio de cada una, así como su fecha de caducidad, mientras el macho de ser humano, agazapado tras una montaña de detergentes en oferta, observa su ir y venir, calcula la posibilidad de hacerse el encontradizo, duda si presentarse o no…”.
Utilizo mucho el recurso de la voz en off para defenderme de los sentimientos que me hacen daño (y de los que me hacen demasiado feliz). Cuando falleció mi madre, realicé, durante las horas que permanecí en el tanatorio, un documental exhaustivo acerca de la relación de los seres humanos con la muerte. Mientras recibía el pésame de unos y de otros, una voz interior relataba con pelos y señales la atmósfera en la que actuaba cada personaje y describía con precisión de relojero el mobiliario de la estancia. Llevo tantos años desarrollando esta manía defensiva que la voz se pone en marcha sin necesidad de que yo la reclame. Me subo al autobús, y ahí está: “El ser humano objeto de nuestro estudio ha entrado en el artefacto denominado autobús en el que se dirige a lo que esta especie llama trabajo”.
El caso es que seguí, sin ser visto, a mi antigua compañera de facultad hasta que abandonó el supermercado. Luego me puse a hacer mi propia compra. En la sección de vinos, adquirí una botella idéntica a la que se había llevado ella, aunque me pareció un poco cara. Se trataba de un “crianza”. Yo no entendía de vinos, pero me sonó muy bien lo que leí sobre él en la etiqueta, empezando por la variedad de la uva: tempranillo (soy muy madrugador). Al llegar a casa, decidí guardarlo en un armario mientras la voz interior decía: “El macho de ser humano esconde la botella recién adquirida, que quizá no se beba nunca, pues su valor pertenece al orden simbólico, más que al nutritivo”.
Pasaron los años, cambié varias veces de casa y de trabajo, me casé, tuve hijos, llovió, nevó, los árboles florecieron y se secaron, la alopecia avanzó, llegó el fax, se inventó el correo electrónico, desaparecieron las máquinas de escribir… Soplé velitas por mis cumpleaños, leí cientos de novelas, atravesé decenas de resacas, di cuenta de miles de gin-tonics, viajé en avión, en barco, en tren, en automóvil… Sufrí decepciones, recibí premios, caí enfermo, me recuperé, hice un testamento vital, me convertí al ibuprofeno, firmé manifiestos, perdí el dedo pequeño de la mano derecha, conocí Venecia y Brujas y San Francisco y Lisboa, me subió el colesterol, me lo traté, me bajó… Muchas cosas, en fin, todas de carácter poco trascendental desde el punto de vista de la historia, pero interesantes desde la perspectiva de un documental de La 2. Quiero decir que sin darme cuenta me había convertido, en efecto, en el protagonista de una película que nunca se llegó a rodar, pero que se desarrollaba, plano a plano, en el interior de mi cabeza. Y durante todo este tiempo, créanme, la botella de vino permaneció en el fondo de un armario, no siempre el mismo, pues algunos cambios de domicilio implicaron también la permuta de los muebles. De vez en cuando, tropezaba con ella al buscar otra cosa y me preguntaba qué rayos significaba.
Se lo pregunté a mi psicoanalista, que, como es habitual, no me contestó, aunque me hizo, a su vez, otra pregunta:
—¿No ha tenido nunca la tentación de bebérsela?
—Una vez.
—¿Con ocasión de qué?
—Cuando tropecé en el periódico con la esquela de aquella compañera de la facultad.
—¿Cómo murió?
—En un accidente de automóvil.
—¿Qué habría significado bebérsela en ese momento?
—No sé, clausurar algo, terminar un relato.
—¿Cree que todos los relatos deben tener un fin?
—Quizá.
Entonces la psicoanalista dijo que había llegado la hora y el macho de ser humano se incorporó, abandonó la consulta, llegó a casa, rescató la botella de vino, fue al supermercado en el que la había adquirido mil años antes con ella oculta bajo la chaqueta, y la abandonó en la sección de vinos. El valor simbólico al que nos hemos referido antes.
4 comentarios:
Y esto, en la Interviú. La cantidad de historias que hay por ahí, sin que se sepa que existen prácticamente, mucho mejores que otros relatos reconocidos y de mayor éxisto (inexplicablemente) :/
Me ha encanta'o :)
Caramba, pues sí, me lo esperaba casi de cualquier sitio antes que de la Interviú, peor me ha encantado!! :D
Así que leyendo el Interviú,eh picarona ;P
Me ha gustado,sobre todo el detalle ese de que perdiera un dedo de la mano.
Me encanta Millás, siempre que puedo me leo la columna...es una de las pocas cosas que puedo agradecerle a las clases de lengua del insti,el haber descubierto a este grande dónde los haya.
Buen gusto el tuyo ;)
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